Uno de nuestros colaboradores reflexiona en torno al sentido de la vida, la vejez y la muerte tras el fallecimeinto de su abuela. Un texto sensible que tienes que leer.
Por Eduardo Scheffler Zawadzki
Jamás olvidaré la expresión en el rostro de mi abuela, la mirada agonizante que ya no veía, los espasmos interminables provocando que la habitación del hospital se llenara de angustia. Un par de días antes la habían encontrado inconsciente en baño, delirando, y a punto de perder el contacto con la realidad. Una baja de sodio, dijo el doctor, nada que no podamos tratar, en un par de días saldrá caminando por la puerta del hospital. Pero ahora yacía allí, batiéndose entre la vida y la muerte, entre el recuerdo y el olvido, con el tubo del respirador llagando sin piedad la comisura de su boca, con los ojos abiertos, muriendo. Y yo no podía hacer más que pensar en cómo la vida se le escapaba de las manos y en que, tarde o temprano, a mí me sucedería lo mismo. Nacemos para morir y cada vez que vemos a un viejo nos lo recuerda. Los escondemos o simplemente apartamos la mirada de sus pieles grises y arrugadas, pero en algún momento tenemos que afrontarlo. La nostalgia y el tiempo terminan fundiéndose en un solo término: vejez.
No creo que mi abuela haya comprendido realmente lo que sucedía en el mundo que la rodeaba; es más, ni siquiera creo que haya estado consciente de mis broncas con mamá y papá; de mis noches en vela escribiendo, tomando lo que fuera a cambio de un instante de inspiración; de la velocidad y la paranoia que caracterizan mi tiempo, o del sinsentido existencial arraigado en mi cuerpo. Ella nació, creció, se reprodujo y después comenzó a morir lentamente entre sus recuerdos. Hablaba de la vez en que había ensayado, durante horas, en el duro teclado mudo; de la manera en que sus dedos habían temblado de dolor ante la tortura de la memorización; de la vez en que encontró, en la mirada del abuelo, aquello que había estado buscando. Día tras día se fue encerrando en el ayer al punto de quedar atrapada en sus recuerdos. Había logrado aislarse del mundo que, ante sus ojos, resultaba incomprensible. Ahora su mirada ya no veía, sus oídos ya no escuchaban, su piel ya no sentía. Solo recordaba el eco eterno que producía lo vivido en algún lugar del ayer.
Sentí coraje al verla así, tal vez porque me resultaba imposible ayudarla, a lo mejor porque en el fondo tenía la certeza de que yo mismo envejecería y dejaría de respirar. Nadie hablaba de la vejez, parecía ser el tabú de mi generación. Con mis amigos había hablado de la guerra, del sida, de las chicas, del sexo, de la demencia, de la nostalgia, de música, de los secuestros, del viaje a la luna, del maldito universo, de la droga, del amor, del odio, de política, de existencialismo, de la realidad virtual. De todo menos de la vejez.
Al ver a mi abuela comprendí que no tocábamos el tema porque hacerlo resultaba doloroso. Porque hablar de la vejez nos hacía darnos cuenta que la vida era finita. Porque los viejos alguna vez fueron como nosotros, con ideas y corazones que explotan de pasión. Porque a nadie le gusta ser frágil. Porque todos lo somos. Preferimos voltear la mirada hacia un horizonte vacío a tener que mirar las arrugas en sus manos. Mejor saturar nuestros oídos con redobles y gritos a escuchar las historias que ellos pueden contar. Preferimos negarlos a aceptarlos, esperando que jamás llegue nuestra propia vejez.
Porque hablar de la vejez nos hacía darnos cuenta que la vida era finita. Porque los viejos alguna vez fueron como nosotros, con ideas y corazones que explotan de pasión. Porque a nadie le gusta ser frágil. Porque todos lo somos.
Los espasmos terminaron un día antes de que mi abuela muriera. De pronto sus ojos se cerraron y su rostro se llenó de calma. Nunca sabré lo que pasaba por su mente en aquellos momentos, pero me gusta pensar que anduvo por los pasillos de su imaginación y revivió la gloria de su vida. Corrió descalza hasta encontrar el cajón donde guardó su niñez, luego sonrió y se despidió de sí misma.
Al ver el rostro de la tranquilidad con que mi abuela murió, pensé que tal vez la vejez no era tan mala, quizá solo era una oportunidad para regresar a la inocencia contenida en nuestro interior, una involución más que una traición. Posiblemente al envejecer, al quedar aislados en nuestro propio cuerpo, al dejar de comprender lo que sucede a nuestro alrededor, tenemos la oportunidad de entender la extrañeza de nuestro pensamiento, la complejidad de nuestro sentimiento, la oportunidad de pedir perdón. Por extraño que pueda parecer, el día en que mi abuela falleció germinó en mí la idea de que la vejez no marcaba el inicio de un fin inminente, sino el principio de una reconciliación personal que termina con la muerte.
Nota: Este texto fue publicado en la edición número 17 de la revista Complot Internacional en junio de 1998.